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LA VENGANZA NUNCA CANTA, LLORA

16.

– «Hijo de Tierra Caliente», del escritor Homero Alemán Valenzuela.

A Leobardo Arellano lo conocí, niño yo, una noche de aguacero.

Vivíamos ya en la Ciudad de México, en aquellamiserable casa de madera y láminas de asbestolevantada junto a las vías del Ferrocarril deCuernavaca. Las lluvias, cuando eran copiosas,entraban en nuestra casucha por varias goterasperfectamente localizadas. Esa noche, como muchasotras, me despertaron las persistentes gotitas quebrincaban a mi cabeza luego de rebotar en lacabecera de la cama. Entreví a mi padre y melevanté para ayudarlo a colocar cubetas bajo loschorros. En ésas estábamos cuando llamaron fuerte a la puerta. Mi padre se extrañó porque era muy nochepara que alguien viniera a casa.

¡Quién es!, alzó la voz.

Soy Leoba, tío… Leoba Arellano.

¡Mira nomás, Leobardo, cómo vienes! Pásale, pásale…

Ya lo maté, tío, lo acabé.

* * *

A comienzos de los años sesenta mi pueblo, San Miguel Amuco, vivió lo que recordaríamos despuéscomo la “guerra”. Por posesión de tierras se pelearonlos de arriba contra los de abajo. Los de arribaseguían a don Juan Santana; los de abajo estaban al mando de Tirso López. Hombres fuertes, temibles,crueles muchas veces; hombres a los que no sesostenía la mirada. Leobardo Arellano era un niñocuando su adorado abuelo cayó muerto a sus pies,abatido por la .38 Súper de Tirso López. Lo mató casisin detener el paso, como si apartara un estorbo delcamino. Aunque sí detuvo su andar porque una

piedra pasó zumbándole a centímetros de la sienizquierda. El hombrón volteó pistola en mano y diode frente con un niño bañado en llanto y puñoscerrados.

—Es sólo un guache, Tirso… ‘ámonos ya.

En el velorio, horas más tarde, ese niño se aferrabaal pecho de su abuelo tendido. “Pero un día voy acrecer, abuelito. Por Dios que voy a crecer…”

* * *

Aquella “guerra” dejó en mi pueblo muchas heridas yrencores. Hubo parientes que se mataron entre sí. Adon Juan Santana lo deshizo el escopetazo de unagraviado que lo esperó dos días oculto en un cerrode paja “abandonado” a media calle. Fue una épocaen que muchos amuqueños salieron del pueblo, unosen busca de trabajo, como mi padre, y otros enprevisión de venganzas casi garantizadas. Entre estosúltimos estaba Tirso López, que para perderse eligióla Ciudad de México.

Leoba Arellano tenía sólo dieciséis años cuando llegóaquella noche a casa con su dicho: “ya lo maté, tío”.Estuvo viviendo unos meses con nosotros. Hacía todolo que mi madre le mandaba: barrer el piso, acarrearagua, lavar trastes. Mi padre lo dejaba estar, hastaque un día le dijo a mamá, muy serio, que no legustaba que Leoba lavara trastes y trapeara el piso.

* * *

La fiesta se celebraba en el amplio patio de una casa,en la colonia Ahuizotla. Una rueda de hombres bebíacerveza a pico en la esquina más apartada del lugar.La música del tocadiscos se perdía a ratos ante lasaltas carcajadas provenientes de aquella esquina. Uno de los hombres repetía como chanza lo que parecía elestribillo de la plática: “Bah pues,

no me acuerdo”, y de nuevo las carcajadas. Pero lahilaridad no duró mucho. Música, risas y la nochemisma se detuvieron cuando una voz destempladapero firme separó en dos columnas perfectas la ruedade hombres: “¿Y de mí no te acuerdas, hijo de tuchingada madre?”. Luego de seis años, de nuevo lavida enfrentaba a hombre y niño. Las miradas eran lasmismas de aquella primera vez: de sorpresa una; dedecisión mortal la otra.

—Pues sí, me acuerdo de ti, pero ya deberías saber que no mato niños.

—Mataste a un anciano desarmado y por eso mismo vengo.

Tirso López dio media vuelta como dando porresuelto el pleito y Leobardo Arellano cortó cartuchoantes de que dos rayos cruzaran los cinco metros queseparaban a ambos hombres. Tirso cayó de espaldascon un balazo en el pecho. Leoba recibió en el ojo izquierdo el botellazo que lo obligaría a usar lentesoscuros el resto de su vida, nada tan grave como parano reincorporarse y vaciarle el cargador a quien yaestaba muerto.

* * *

Leobardo, hijo: ¿por qué no regresas al pueblo?, alláestá tu lugar —lo conminó un día mi padre.

No sé, tío. Ando con piensos de irme al Norte.

Ayer platiqué con paisanos de Amuco. Paranosotros sí, pero para ellos no eres un chamaco,y una cosa te digo: ahorita mismo los que no terespetan, te temen.

No mataste a cualquier pendejo, hijo.

* * *

La venganza no hace felices a los hombres. Ahí está miprimo Leoba Arellano que lo diga.

Cuando iba al pueblo me daba siempre una vueltapor su casa. Se hizo un hombre solitario,desconfiado. Nunca se casó ni pareció necesitarlo. Ledaba gusto verme; me esperaba con un seis deModelo, nunca menos, nunca más. “Ya sabía queandabas por acá, gallo”, me decía, y levantaba el sixa la altura de su rostro como presumiendo una travesura. El ojo que recibió el botellazo nunca se lecompuso: lo había conservado, sí, pero todo eltiempo le lloraba, por eso uno veía siempre a miprimo Leoba con sus pañuelos blancos y sus lentesnegros. Esa última vez que lo visité estuvo máscallado que de costumbre, quizá porque lo que medijo al despedirnos no era una satisfactoria conclusión de vida:

—Maté a ese hijo de la chi

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